Los 7 pecados capitales: La ira

Los 7 pecados capitales: La ira

Se acerca el verano. Bueno, se acerca el día en el que oficialmente llamamos verano a la estación del año, porque lo que es “el verano” para los que vivimos en esta parte del mundo, ya está aquí. El calor nos está quemando la sangre. Y de ese arder de la sangre es de lo que me gustaría hablarte hoy. La ira. ¿Qué hacemos con ella? ¿Qué es? ¿Para qué sirve? ¿Por qué no puedo dejar de sentir que odio a todo y a todos? Si te sientes identifacadx con ésto, este artículo quizá te interese.

No quiero aburrirte con informaciones que ya conoces, la ira es una emoción básica (Oh ¡sorpresa!), y tiene una función adaptativa (Oh, ¡sorpresa otra vez!), etc., etc..

Quizá lo que no sabes es qué es la ira a nivel fisiológico. Y que, cuando hablamos de enfado, rabia, rencor, coraje, berrinche, mosqueo, irritarse, enfadarse, enrabiarse, encorajinarse, emberrincharse, mosquearse, estamos hablando de diferentes modos de sentirla.

Cuando nuestro cuerpo siente ira, la frecuencia cardíaca y la presión arterial sistólica aumentan, también aumenta la resistencia vascular periférica, con lo que aumenta la presión arterial diastólica. A nivel neuroendocrino, los niveles de testosterona suben. También aumenta la testosterona cuando ponemos en marcha respuestas ofensivas (esto sucede en primates humanos y no humanos). Los niveles de cortisol son bajos durante este proceso (oh! Sorpresa! -esta vez sin ironía-) .

Algo que te va a resultar curioso: cuando sentimos ira, en estudios se ha observado que el oído derecho aventaja al izquierdo (esto se llama escucha dicótica, y nos muestra que hay mayor activación del hemisferio izquierdo en la emoción ira). A nivel de investigación en psicología, lo que nos indica esta mayor activación del hemisferio izquierdo durante la ira  es que, nuestro cerebro no diferencia entre lo que llamamos emociones positivas/buenas o negativas/malas y que, sin embargo, sí presenta una diferencia en la dirección motivacional que la emoción nos propone: motivación de acercamiento o de alejamiento.

Ya lo sabías: la ira nos invita a acercarnos a la fuente de nuestro enfado. Para destruir, sí. Pero acercarnos.

Y justo de esta dirección motivacional que nos propone el enfado es sobre lo que quería reflexionar hoy.

Como toda emoción, la ira es totalmente válida, buena, apropiada. Y, como toda emoción, si su permanencia  es demasiada, se convierte en todo lo contrario.

Sí, incluida la alegría. ¿Te imaginas estar recibiendo un golpe y en lugar de enfado ante el dolor, o miedo, estar más alegre que un almendro? Espero que estés conmigo en que, cualquier emoción que dure demasiado, está de más.

Al contrario, que la permanencia de una emoción, incluida la ira, sea demasiado escasa, es perjudicial para nuestra vida.

A las mujeres nos han enseñado (en general) a echar a un lado inmediatamente nuestros enfados, pues el mandato de género es “no te enfades que te pones muy fea” junto a “las mujeres tenemos que estar guapas o seremos invisibles”… ¿quién quiere ser invisible? La verdad es que nadie (o casi) quiere ser invisible. Así que sabemos que tenemos que reprimir nuestros enfados tanto como nos sea posible. Diría que en gran medida este es uno de los motivos por los que las  mujeres sentimos mucho más a menudo la tristeza de lo que la sentiríamos si pudiéramos enfadarnos sin trabas.

En el otro lado de los mandatos de género tenemos a los hombres, diestros en mostrar sus enfados con una diversidad de modos apabullante. “No seas nenaza” (véase: no vayas a llorar ni estar triste campeón si quieres seguir siendo mi hijo). Y ¿qué sucede? Que poco a poco, los niños van convirtiendo sus tristezas en enfados.

Lo peor de ésto no es ya la esclavitud de los mandatos de género, sino que esa esclavitud construye un muro entre nosotros y lo que sentimos. Y nuestra caja de herramientas pasa a ser una caja inútil que no sabemos para qué demonios sirve.

Al principio hablaba de la dirección motivacional de las emociones: las hay que nos invitan a acercarnos (alegría, ira…), estas correlacionan con una mayor activación del hemisferio izquierdo orbitofrontal, y las que nos predisponen a alejarnos (tristeza, miedo, asco…), en este caso se aprecia activación más intensa en la región derecha.

Pero, más allá de qué parte del cerebro  muestre más o menos activación, lo que resulta interesante es que para dejar de sentirme con una emoción determinada, necesito sentir otra emoción determinada. No hay otra. Siempre estamos sintiendo algo, aunque no tengamos la más mínima consciencia.

Se suele decir que a los hombres se les enseña a no mostrar sus emociones y a las mujeres al contrario. Yo no estoy de acuerdo en esa afirmación, lo que se nos enseña a unas y a otros es a mostrar unas emociones sí y otras no. Lo cual es bastante distinto.

Habitualmente las mujeres optan por la tristeza o el miedo para cumplir con los mandatos culturales. Y los hombres optan por la ira. Lo cual tiene implicaciones como que los hombres suelen ser más “arriesgados” que las mujeres, pues están más entrenados en la dirección motivacional “acercamiento” (aunque sea a través del enfado o, como se suele decir en esta parte del mundo: “echando cojones”) (para quien a estas alturas aún no crea en esto de los mandatos de género, este artículo y los que siguen probablemente no le digan nada, o bueno, quizá al generarle cierta rabia, el impulso por seguir leyendo sea incontrolable 😉 ).

Es curioso que la opción que la religión cristiana propone para doblegar al pecado capital ira, sea una de las “virtudes celestiales”: la paciencia (pues justamente el hecho de que los “circuitos cerebrales” de la ira sean los de la aproximación, hacen que la capacidad para el control de impulsos sea menor o más difícil cuando sentimos enfado; para lo cual, entrenar la paciencia no es ninguna mala idea). No todo iba a ser malo.

Este aprendizaje de género al que se somete a niños y niñas desde bien pequeños (incluso antes de que nazcamos), va a marcar cómo abordamos la existencia unos y otras (por supuesto que hay diferencias intragénero, pero las diferencias intergrupo son mayores que las diferencias que se observan intragrupo).

 

Si este tema te está resultando interesante y te gustaría que profundizara más en él (en cómo la ira y sus características pueden estar afectando a tu vida, seas del género que seas), escríbeme en redes y ¡deja tu comentario!.

 

 

 

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El cuento de la independencia

El cuento de la independencia

Tu fortaleza reside en tu autosuficiencia. Las personas felices no necesitan a nadie. Las personas felices y fuertes no necesitan a los demás para serlo. Además, saben alejar a las personas tóxicas. Son independientes, saben que pueden con cualquier cosa, y que pueden solas. Tú también puede ser independiente.

Frases como éstas escriben el cuento.

Pero no somos seres independientes. No lo hemos sido jamás.

Empezando por nuestro pensamiento que se sostiene en el lenguaje, tela con con la que tejemos nuestra identidad, tela tejida a lo largo de los siglos de experiencia humana. Experiencias ancestrales condensadas en la palabra.

No somos independientes. Pero es que además, nunca ha existido una época en la historia de la humanidad en la que hayamos dependido más unas personas de las otras.

Hasta tal punto somos dependientes que si nos cerraran el grifo, no sabríamos dónde encontrar agua. El grifo puede ser literal, o metafórico.

Aunque parezca mentira, vivimos en la sociedad de la confianza.

Cada paso que damos está más o menos asegurado. Confiamos en que si pulsamos el interruptor de la luz, tendremos luz.

Si abrimos el grifo, habrá agua. Si bajamos al súper, habrá comida.

Si necesitamos atención médica, habrá cura.

Todo esto lo damos por hecho.

Creemos que es el orden natural de la cosas, que la vida funciona así.

Depositamos nuestra confianza en otros a cada instante. El estado del bienestar se sustenta en redes de apoyo, que han sido invisibilizadas. Y cuando algo no es visible, es fácil no tener en cuenta su importancia.

Cuando vemos que hay personas que no tienen agua corriente en su casa, o que no tienen casa. Cuando asoma un resquicio de esa otra realidad (por cierto, en la que viven la mayor parte de los seres humanos), nos quedamos asombrados. Casi no nos lo podemos creer.

Pensamos, ¿cómo es posible?

En ese contexto de dependencias invisibles en el que vivimos, nos han ido susurrando que somos seres independientes. Que el ser humano pleno es el ser humano autosuficiente. Nos lo han repetido tanto y las contingencias han sido tan congruentes a esa narrativa, que nos lo hemos creído del todo.

Así, cuando sentimos que necesitamos a los demás… como dice una amiga: se nos abren las carnes.

Me refiero a cuando sentimos en el cuerpo vívidamente que necesitamos la alteridad de un otro para existir, para elaborar y tener una identidad.

Para ser la persona que somos.

Cuando nos hacemos conscientes de ésta insuficiencia individual, entonces sentimos miedo, nos da vértigo la consciencia de la necesidad.

¿Es que no me basto y me sobro?

Los seres humanos autosuficientes y plenos deben ser capaces de desprenderse de cualquier cosa y de reinventarse. De saber crear una identidad nueva sea cual sea la circunstancia. Y deben motivados y agradecidos a la oportunidad de experimentar un cambio.

Sonríe, sé fuerte, y que no se te vea la tragedia asomar entre los dientes.

Zygmunt Bauman llama a esa vida, en la que el cambio es al mismo tiempo exigencia y alimento de nuestro día a día, la vida líquida.

Una vida dictatorial. Donde el cambio ya no es una capacidad adaptativa, sino una exigencia del mercado.

Hace décadas algunas empresas en EEUU comenzaron a reinventarse de un día para otro. Incluso teniendo sobrado éxito. No lo hacían porque necesitaran cambiar, sino para demostrar que eran capaces de ello.

Rodaran las cabezas que rodaran.

Identidades de usar y tirar, en este caso empresariales.

En nuestro mundo actual la norma es: o cambias o desapareces.

En esa vertiginosa manera de vivir, no hay tiempo para los afectos. «Necesitar» en términos afectivos, es un lastre.

En el Banquete de Platón, entre vinos y comensales, Aristófanes cuenta ese mito de la antigüedad en el que los primeros seres humanos eran concebidos como unas criaturas redondas, con cuatro brazos y cuatro piernas, y dos rostros contrapuestos en una misma cabeza, seres de fuerza y perfección extraordinaria. Pero que en su afán por imitar a los dioses, fueron castigados por Zeus.

El dios los cortó verticalmente. Dejándolos así debilitados. Incompletos.

Aconsejado por Apolo, les dejó el ombligo, una cicatriz como recuerdo de la unidad perdida.

Es una estupenda metáfora para mostrar la insuficiencia que nos empuja a relacionarnos con otros, a necesitar a los otros.

Amor como reconocimiento de la autosuficiencia imposible.

Como el amor que un hijo padece hacia su madre cuando busca el alimento. Ese amor es puro. Es un amor natural.

Al hablar de ese amor como una necesidad del bebé hacia su madre, pareciera el amor ensombrecerse.

Qué difícil nos resulta decir «te necesito» sin avergonzarnos.

Así son muchas las ocasiones en que no buscamos ayuda. O si la buscamos, la disfrazamos de otra cosa.

Recordemos el cuento: Los seres independientes emocionalmente dejan de serlo cuando se apoyan en los demás.

El reparo para pedir ayuda es menor para cosas materiales.

Déjame el taladro. Oye, ¿me ayudas a colgar esta estantería? Necesito el coche, me lo prestas por fa, sólo esta noche. ¿Me acompañas de compras? Necesito unos pantalones… Mira quién actúa el sábado, ¿te vienes conmigo?

Mucho menos habitual es pedirle a alguien directamente que nos ayude o acompañe con nuestro malestar, decirle que necesitamos su atención, su amor o su cuidado.

Estoy jodida, ¿podemos vernos?

Nos da menos reparo necesitar ropa que necesitar amor.

Así son las normas de esta sociedad de consumo en la que vivimos.

Somos tan torpes pidiendo ayuda de este tipo que no es raro que la caguemos muchísimo. Esperando por ejemplo a que la otra persona se de cuenta de nuestra necesidad (decir yo necesito acordémonos que da vergüenza)… y esperamos tanto, a veces, que terminamos exigiéndolo a gritos (literales o metafóricos).

¿Cuántas veces te has molestado con esa amistad que no te llama? ¿Cuántas veces te has mosqueado con alguien por no prestarte la atención necesaria, por no saber ya (a estas alturas) leer entre líneas?

La mayor parte de las veces, no decimos nada. No mostramos nuestra necesidad del amor de los demás. De su compañía.

Nos recuerda Emilio LLedó, en su Elogio de la infelicidad, las palabras de la República platónica, donde Platón nos dice: «Pues bien, la polis nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas».

Quizá esta situación que estamos viviendo de pandemia, además de una terrible tragedia global, sea una oportunidad para dirigirnos hacia una cultura del cuidado, del reconocimiento de nuestras vulnerabilidades como individuos y como sociedades.

Si no las reconocemos, si nos consideramos (como nos cuenta el cuento del liberalismo) individuos autosuficientes, independientes, que no necesitan un sostén social ni político, seguiremos recortando en salud pública, en derechos laborales e individuales, en investigación y ciencia, en cultura, en políticas migratorias, en educación…

Es necesario reconocer que somos seres necesitados de amor, de cuidados, seres incompletos, insuficientes en nuestra individualidad, vulnerables, seres que se sostienen en una red invisible de dependencias.

Nos han querido hacer creer que nadie sufraga esa red, diciéndonos que la dependencia no existe, o si existe que es una desgracia. No es una desgracia, es una realidad que debe (ya no es que lo merezca, que también) ser reconocida, y quienes en su individualidad sostienen y tejen esa red, merecen un trato justo, salarios justos.

Quienes en su individualidad sostienen y tejen esa red, merecen un trato social justo, comenzando por sus derechos laborales.

Sufragan esa red multitud de personas, desde miles y miles de mujeres que dedican su vida al cuidado de otros, pasando por las personas trabajadoras del sector alimentario, del sector sanitario, del transporte, las miles de personas que se encargan de que nuestras calles, instituciones y casas estén limpias e higienizadas, no podemos olvidarnos de quiénes, viviendo en otros países, también trabajan para nuestro estado de bienestar.

Todas esas individualidades han sostenido desde siempre y están sosteniendo hoy una red de cuidados para que nuestra absoluta vulnerabilidad, para que nuestra patente dependencia, sea menos dolorosa, para que podamos seguir como sociedad, en mitad de una pandemia, hacia adelante.

No sigamos contando y leyendo el cuento de la independencia autosuficiente.

La mejor forma de asegurarnos la libertad, como decía Hannah Arendt, es librarnos de la necesidad (en el sentido de cubrir esas necesidades, no de ignorarlas). Para cubrirlas sin caer en terribles injusticias, es necesario un reconocimiento amparado en derechos sociales.

Nuestra salud mental está directamente relacionada con la calidad de esos derechos sociales, amplia literatura científica lo confirma*.

Lo que vayamos a hacer con los datos científicos depende de nosotros como sociedad.

*Visita los informes SESPAS sobre salud pública

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