El cuento de la independencia

El cuento de la independencia

Tu fortaleza reside en tu autosuficiencia. Las personas felices no necesitan a nadie. Las personas felices y fuertes no necesitan a los demás para serlo. Además, saben alejar a las personas tóxicas. Son independientes, saben que pueden con cualquier cosa, y que pueden solas. Tú también puede ser independiente.

Frases como éstas escriben el cuento.

Pero no somos seres independientes. No lo hemos sido jamás.

Empezando por nuestro pensamiento que se sostiene en el lenguaje, tela con con la que tejemos nuestra identidad, tela tejida a lo largo de los siglos de experiencia humana. Experiencias ancestrales condensadas en la palabra.

No somos independientes. Pero es que además, nunca ha existido una época en la historia de la humanidad en la que hayamos dependido más unas personas de las otras.

Hasta tal punto somos dependientes que si nos cerraran el grifo, no sabríamos dónde encontrar agua. El grifo puede ser literal, o metafórico.

Aunque parezca mentira, vivimos en la sociedad de la confianza.

Cada paso que damos está más o menos asegurado. Confiamos en que si pulsamos el interruptor de la luz, tendremos luz.

Si abrimos el grifo, habrá agua. Si bajamos al súper, habrá comida.

Si necesitamos atención médica, habrá cura.

Todo esto lo damos por hecho.

Creemos que es el orden natural de la cosas, que la vida funciona así.

Depositamos nuestra confianza en otros a cada instante. El estado del bienestar se sustenta en redes de apoyo, que han sido invisibilizadas. Y cuando algo no es visible, es fácil no tener en cuenta su importancia.

Cuando vemos que hay personas que no tienen agua corriente en su casa, o que no tienen casa. Cuando asoma un resquicio de esa otra realidad (por cierto, en la que viven la mayor parte de los seres humanos), nos quedamos asombrados. Casi no nos lo podemos creer.

Pensamos, ¿cómo es posible?

En ese contexto de dependencias invisibles en el que vivimos, nos han ido susurrando que somos seres independientes. Que el ser humano pleno es el ser humano autosuficiente. Nos lo han repetido tanto y las contingencias han sido tan congruentes a esa narrativa, que nos lo hemos creído del todo.

Así, cuando sentimos que necesitamos a los demás… como dice una amiga: se nos abren las carnes.

Me refiero a cuando sentimos en el cuerpo vívidamente que necesitamos la alteridad de un otro para existir, para elaborar y tener una identidad.

Para ser la persona que somos.

Cuando nos hacemos conscientes de ésta insuficiencia individual, entonces sentimos miedo, nos da vértigo la consciencia de la necesidad.

¿Es que no me basto y me sobro?

Los seres humanos autosuficientes y plenos deben ser capaces de desprenderse de cualquier cosa y de reinventarse. De saber crear una identidad nueva sea cual sea la circunstancia. Y deben motivados y agradecidos a la oportunidad de experimentar un cambio.

Sonríe, sé fuerte, y que no se te vea la tragedia asomar entre los dientes.

Zygmunt Bauman llama a esa vida, en la que el cambio es al mismo tiempo exigencia y alimento de nuestro día a día, la vida líquida.

Una vida dictatorial. Donde el cambio ya no es una capacidad adaptativa, sino una exigencia del mercado.

Hace décadas algunas empresas en EEUU comenzaron a reinventarse de un día para otro. Incluso teniendo sobrado éxito. No lo hacían porque necesitaran cambiar, sino para demostrar que eran capaces de ello.

Rodaran las cabezas que rodaran.

Identidades de usar y tirar, en este caso empresariales.

En nuestro mundo actual la norma es: o cambias o desapareces.

En esa vertiginosa manera de vivir, no hay tiempo para los afectos. «Necesitar» en términos afectivos, es un lastre.

En el Banquete de Platón, entre vinos y comensales, Aristófanes cuenta ese mito de la antigüedad en el que los primeros seres humanos eran concebidos como unas criaturas redondas, con cuatro brazos y cuatro piernas, y dos rostros contrapuestos en una misma cabeza, seres de fuerza y perfección extraordinaria. Pero que en su afán por imitar a los dioses, fueron castigados por Zeus.

El dios los cortó verticalmente. Dejándolos así debilitados. Incompletos.

Aconsejado por Apolo, les dejó el ombligo, una cicatriz como recuerdo de la unidad perdida.

Es una estupenda metáfora para mostrar la insuficiencia que nos empuja a relacionarnos con otros, a necesitar a los otros.

Amor como reconocimiento de la autosuficiencia imposible.

Como el amor que un hijo padece hacia su madre cuando busca el alimento. Ese amor es puro. Es un amor natural.

Al hablar de ese amor como una necesidad del bebé hacia su madre, pareciera el amor ensombrecerse.

Qué difícil nos resulta decir «te necesito» sin avergonzarnos.

Así son muchas las ocasiones en que no buscamos ayuda. O si la buscamos, la disfrazamos de otra cosa.

Recordemos el cuento: Los seres independientes emocionalmente dejan de serlo cuando se apoyan en los demás.

El reparo para pedir ayuda es menor para cosas materiales.

Déjame el taladro. Oye, ¿me ayudas a colgar esta estantería? Necesito el coche, me lo prestas por fa, sólo esta noche. ¿Me acompañas de compras? Necesito unos pantalones… Mira quién actúa el sábado, ¿te vienes conmigo?

Mucho menos habitual es pedirle a alguien directamente que nos ayude o acompañe con nuestro malestar, decirle que necesitamos su atención, su amor o su cuidado.

Estoy jodida, ¿podemos vernos?

Nos da menos reparo necesitar ropa que necesitar amor.

Así son las normas de esta sociedad de consumo en la que vivimos.

Somos tan torpes pidiendo ayuda de este tipo que no es raro que la caguemos muchísimo. Esperando por ejemplo a que la otra persona se de cuenta de nuestra necesidad (decir yo necesito acordémonos que da vergüenza)… y esperamos tanto, a veces, que terminamos exigiéndolo a gritos (literales o metafóricos).

¿Cuántas veces te has molestado con esa amistad que no te llama? ¿Cuántas veces te has mosqueado con alguien por no prestarte la atención necesaria, por no saber ya (a estas alturas) leer entre líneas?

La mayor parte de las veces, no decimos nada. No mostramos nuestra necesidad del amor de los demás. De su compañía.

Nos recuerda Emilio LLedó, en su Elogio de la infelicidad, las palabras de la República platónica, donde Platón nos dice: «Pues bien, la polis nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas».

Quizá esta situación que estamos viviendo de pandemia, además de una terrible tragedia global, sea una oportunidad para dirigirnos hacia una cultura del cuidado, del reconocimiento de nuestras vulnerabilidades como individuos y como sociedades.

Si no las reconocemos, si nos consideramos (como nos cuenta el cuento del liberalismo) individuos autosuficientes, independientes, que no necesitan un sostén social ni político, seguiremos recortando en salud pública, en derechos laborales e individuales, en investigación y ciencia, en cultura, en políticas migratorias, en educación…

Es necesario reconocer que somos seres necesitados de amor, de cuidados, seres incompletos, insuficientes en nuestra individualidad, vulnerables, seres que se sostienen en una red invisible de dependencias.

Nos han querido hacer creer que nadie sufraga esa red, diciéndonos que la dependencia no existe, o si existe que es una desgracia. No es una desgracia, es una realidad que debe (ya no es que lo merezca, que también) ser reconocida, y quienes en su individualidad sostienen y tejen esa red, merecen un trato justo, salarios justos.

Quienes en su individualidad sostienen y tejen esa red, merecen un trato social justo, comenzando por sus derechos laborales.

Sufragan esa red multitud de personas, desde miles y miles de mujeres que dedican su vida al cuidado de otros, pasando por las personas trabajadoras del sector alimentario, del sector sanitario, del transporte, las miles de personas que se encargan de que nuestras calles, instituciones y casas estén limpias e higienizadas, no podemos olvidarnos de quiénes, viviendo en otros países, también trabajan para nuestro estado de bienestar.

Todas esas individualidades han sostenido desde siempre y están sosteniendo hoy una red de cuidados para que nuestra absoluta vulnerabilidad, para que nuestra patente dependencia, sea menos dolorosa, para que podamos seguir como sociedad, en mitad de una pandemia, hacia adelante.

No sigamos contando y leyendo el cuento de la independencia autosuficiente.

La mejor forma de asegurarnos la libertad, como decía Hannah Arendt, es librarnos de la necesidad (en el sentido de cubrir esas necesidades, no de ignorarlas). Para cubrirlas sin caer en terribles injusticias, es necesario un reconocimiento amparado en derechos sociales.

Nuestra salud mental está directamente relacionada con la calidad de esos derechos sociales, amplia literatura científica lo confirma*.

Lo que vayamos a hacer con los datos científicos depende de nosotros como sociedad.

*Visita los informes SESPAS sobre salud pública

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